6 jun 2015

Exvotos.

Ana Brett.Angelitos y diablitos comiendo manzanas. 2015 En clases de ilustración.



      Hablaban ayer de exvotos, la costumbre mexicana de cumplir promesas a sus santos, a través de imágenes donde describían lo sucedido y los milagros ocurridos para llevar a los altares. 

      Reía por dentro, venir tan lejos, casi el fin del mundo para escuchar, para rescatar de la memoria quizás, sacar aquello que era tan común y cotidiano que lo dabas por sentado. Los rituales han estado en mi familia, en las casas de los vecinos, es nuestra parte mecánica, quizas no lo sabemos hasta que salimos a compararnos. Nuestro subconsciente nos hace prender las velas y guardar el nicho en casa para pedirle a los santos que nos protejan.
 
       Nos construimos altares sagrados, creemos en esos espíritus que no han podido dormir. Sobre las carreteras le rendimos homenaje con altares blancos a quienes se fueron trágicamente en accidentes. Así aparecen capillitas blancas en medio de la nada a orillas del asfalto. Son nuestros altares a los desaparecidos.

       Encuentro gracioso venir tan lejos para que me pregunten, ¿En Venezuela acostumbran a estas cosas como en México, llevarle promesas a los santos? No puedo evitar pensar en la última vela que encendí en la capilla de las ánimas de Guasare con mi hermana, en la investigación que leí sobre estas almas en pena. Que existen placas de madera y plata que se mandan a hacer cuando te gradúas de preescolar, cuando te hacen una condecoración, o cuando se te cumple un milagro y la llevas a la capilla para colgarla. Pensé en las cantidades de brazos, piernas, cabezas, miembros de plata colgados en las iglesias, en las estampitas a José Gregorio Hernández, en la vez que vi en el agua el rostro de la Madre María de San José y me dio tanto miedo que salí corriendo.

     Me reencontré con el altar que abuela le monto a Marcelino después que falleció. Recordé también su caja con las tarjetas de bautizos, que no se botan, se guardan para tener prueba de que sí fuiste bautizado porque hubo fiesta.

    Recuerdas el altar que papá le montó a San Juan Bautista, en la fiesta anual que le prepara con tambores y torta de cumpleaños, donde normalmente me pedían que le llevara fruta, cuando terminaban los cantos y yo me dirigía a las manzanas, pasaba delante de mí alguna de las señoras mayores a decirme que si yo las había traído no podía comérmelas.

     Recuerdas inevitablemente, el nicho que mi madre tiene para a la virgen de la Chiquinquirá en casa, y de las veces que la llamas para decirle, Madre prénde una velita a la virgencita porque quiero que se me cumplan los deseos, y mamá responde, hija ya te prendí la vela, Dios nos ampare y nos proteja.

        Las connotaciones religiosas están ahí en un hilo, entre prender la vela y cruzar los dedos, entre aquello que es un ritual y pedir a bendición antes de salir de casa. En hacernos a idea de recordar que hay algo más allá, algo más grande. En buscar el alivio, el canto que llena el alma, como cuando mis tías decidieron todas cantar en la coral de la capilla y en los velorios. 

        Es inevitable escuchar a la profesora hablar de los exvotos mexicanos, los cuales eran un referente y en ellos se inspiraba Frida Kahlo, sin mirar atrás y ubicar en la memoria los lugares exactos donde abuela Ana tenía su altar a los santos, el nicho de la casa de mi abuela Chave donde estaba la virgen del rosario vestida de amarillo, donde nos gustaba curiosear de niños. Es habitual que la memoria esta asociada al ritual, a la parsimonia con que mis abuelas, mi madre y mis tías encienden sus velas y le piden a sus santos.