Cuando ella era una niña y su
abuelo papa Marco ya había asentado su estómago, había aparecido el comisariato
y su padre Juvenal trabajaba en la Shell. Ella se levantaban temprano, antes de ir al colegio comían pan con mantequilla y una taza de café. Todos los días de la vida. "Sin plata para el recreo", comenta, debía aguantar hasta llegar al almuerzo, normalmente de
frijoles o pollo y arepa. En las noches una taza de leche con arepa triturada
que formaba una especie de sopa. Todos los días de los santos días.
Repartir esos pedazos de pan,
ropa y cama entre diez niños. En diciembre dos mudas de ropa para cada uno y un
par de zapatos que debían durarle todo el año. Hacinados dormían de canto en
las camas. Mamá, compartía con dos hermanas. Dormían en las camas de la abuela Belén.
Antes pasaban hambre porque el
paraguanero no sabía de negocios, de ahorro o de gastar el dinero en saber
vivir. Los lugareños, los que somos de aquí, que mal tacto tenemos para los
negocios buenos, preferimos trabajar y esperar el quince y el último.
Ponerse a cobrar deudas es tarea
imposible, mis abuelos no supieron hacerlo, ni tampoco los que les antecedieron
a ellos. Está en la sangre aquello de ayudar tanto a otro sin importar que
tan pobres seamos. Nos acostumbramos a vivir con sed en una tierra sin agua.
Parece que no has cambiado nada.
Sigues siendo la isla que está muy lejos del epicentro, no has podido cambiar
en tres siglos, sigues siendo tan lejana para entender, pero no lo suficiente
como para no llevar los coletazos de las decisiones de afuera.
Los que nacen en ti están
predestinados a vivir con sed.