De vez en
cuando, solo de vez en cuando una frase que lees o una imagen que observas,
te saca
del espiral donde reptamos siguiendo el ritmo o tratando de seguirlo. Y
nos reconocemos. Sabemos que no somos los únicos que nos preguntamos si escribir bien
tiene que ver con seguir a los autores o si
una buena obra, un cuadro, una pequeña animación, sin palabras, dirá mucho más
en lo que calla que en las palabras
pronunciadas. Anidamos nuestra imaginación en una memoria de
identidades cercenadas por el progresismo y la incertidumbre y
tenemos miedo de sacar la voz o los colores propios.
De vez en cuando
esa voz te dice lo que
sospechabas y te vuelves sospechosa, sospechando que no es verdad que somos pobres y tercer
mundistas. ¿De qué nos sirve la historia universal si nos estamos en ella? No la escribimos nosotros. No la escribimos,
pero vean nuestros colores. Las plumas de las
aves en el amazonas. Los tejidos
de los mayas o de los pueblos andinos. Cada capa de color grita en silencio. ¿Saben leer el silencio? ¿Saben leer los
gestos? Muchas palabras que se
dicen fracturan el concepto. Lo que se quiso decir quedó
encerrado en unas cuantas letras
y al arbitrio de la comprensión de la humanidad. Pero la
humanidad solo se comprende a sí
misma. ¿Nosotros? Somos los otros. Los que
estábamos aquí. Somos los enmascarados, porque tratando de comprendernos nos pusieron bajo la máscara blanca que reúne todos los colores, los
uniforma. Solo bajo la capa de blanco nos es posible tratar de
expresarnos. En su lenguaje, porque esta
lengua no es nuestra.
De vez en cuando
reconoces una imagen, una voz, letras y colores que te hacen sospechar que todo lo
dicho es solo una parte, una pequeña parte de
lo que es. Y aquello que es, se
encuentra a la espera de su tiempo, a
la espera del retorno de los tiempos
anteriores. Cuando éramos nosotros y no una copia de blanco.
Allí está. Con
sus objetos y sus amigos de la infancia. Ana la que pinta, Ana la que escribe,
Ana la que crea. Llega con sus colores, sus objetos arrinconados,
llega con sus espejos escondidos tratando de reflejar un tiempo, descubriendo
que la clave no está en la
forma sino en la estrategia que emplea para
levantar el viejo cajón donde se esconden los muñecos. Nos hace danzar por el patio de los objetos,
queremos quedarnos en ese lugar donde reconocemos a la niña o al niño que
fuimos. Queremos quedarnos en el patio de los objetos, mirar bajo los muebles, trepar por ellos, abrir los cajones. Nos dan ganas de jugar ¡Es injusto que la
infancia dure tan poco! Pero tranquilos,
vino Ana y dominó a los monstruos que
viven en el árbol de mango. Gracias Ana,
porque pintas, gracias Ana, porque no tienes miedo.