6 abr 2020

INVISIBLES por Mireya Tabuas / ilustrado por Anitta Brett


C U E N T O S     S I N     C O R O N A

A U T O R A :  M I R E Y A     T A B U A S 
I L U S T R A D O R A :  A N I T T A     B R E T T
Invisibles

Papá quiere que cuando sea mayor siga la tradición de la familia.
Yo no puedo. En verdad no tengo vocación para este asunto.

Es de noche. Mamá y papá han salido a cumplir su trabajo en los callejones más oscuros. Antes no tenían necesidad de ausentarse de la casa. Hasta aquí mismo llegaban sus “víctimas” , como ellos las llaman. Después la fama de mamá y papá se extendió por toda la ciudad. Ya nadie quería venir a visitar la casa que habitamos. Mucho menos vivir en ella con tres fantasmas. 



Juro que no vuelvo a repetir esa palabra: fantasma. No quiero ser así. 

A veces pasan grupos de jóvenes, muy alegres. Gritan y hacen morisquetas. De repente alguien muy osado (como ese tal Rodríguez, ese otro Sánchez, aquella tal Núñez) se monta en el muro con la intención de penetrar en nuestro mundo. He notado que quien lo hace (sea Rodríguez, Sánchez, Núñez o cualquier otro u otra) siempre tiene la misma intención: impresionar a alguien que se queda esperándolo afuera con miedo y admiración. Pero la osadía dura pocos segundos. Papá y mamá se encargan de que el valiente salga pálido y aterrado, como si hubiera visto al mismísimo diablo en persona. 

Yo observo la escena con tristeza. ¡Estoy tan solo! Me encantaría que un día alguno de esos muchachos venciera todos su temores y entrara a hablar conmigo ¡Hay tantas cosas que quisiera saber sobre su mundo, sobre cómo montan patineta, sobre cómo se siente en las piernas un pantalón bluyín, sobre cómo se amarran las cuerdas de los zapatos deportivos! 

Yo siempre he vivido entre estas cuatro paredes. Es verdad que me sé de memoria cada rincón de la casa. Descubrí sus sótanos y mazmorras, su ático lleno de polvo y sus pasadizos secretos. Pero ya conozco bien todos los baúles, túneles, cajones y madrigueras. Hasta desenterré un tesoro lleno de morocotas y papeles amarillentos. Y estoy realmente aburrido de mis amigos ratones (espero que no me escuchen). ¿Qué se puede hacer con un ratón sino jugar al gato y al ratón? Y yo no soy gato ni tengo vocación de gato. A mí eso de perseguirlos todo el día me parece un poco tonto. Preferiría conversar con alguien sobre los amaneceres. Porque yo nunca he visto un amanecer ni sé lo que es. Pero de esos temas no saben los ratones. Ellos solo conocen quesos y ratoneras. 


Esta es una casa muy vieja. No recuerdo desde cuando se convirtió en nuestro hogar. Papá y mamá insisten en que me pertenece. Soy el único heredero. Por eso debo protegerla. Y para poder hacerlo debo aprender bien el oficio que ha practicado nuestra familia por generaciones. Tengo mucho miedo de la responsabilidad que me toca. Menos mal que debo asumirla cuando sea mayor de edad. Es decir, dentro de doscientos cincuenta y siete años.

¡Llevamos tanto tiempo en esta casa y yo no he crecido aún! Desde la ventana de mi cuarto he visto cómo los niños que tenían mi edad cuando llegamos aquí por primera vez se convirtieron en hombres. Se casaron. Tuvieron hijos. Sus hijos también crecieron, se casaron y nacieron nuevos niños. Pero la mayoría ya no vive aquí, ha vendido sus casas y en lugar de éstas ahora hay grandes construcciones: edificios, torres de oficinas, tiendas. La calle que era de tierra, después fue de piedra y ahora es una gran avenida con semáforos, carritos de perrocalientes y autobuses llenos de humo y ruido. Solo la casa, papá, mamá y yo permanecemos intactos, como si nuestro tiempo, nuestras horas y minutos fueran diferentes y más largos que los del resto del mundo. 



También Marta se fue un día. ¿Aún no he hablado de Marta? Era una niña tan negra, tan negra que en la oscuridad era transparente, así que un poco se parecía a mí que soy transparente. Marta vivía en la casa de al lado y un día entró aquí por la puerta de atrás, que nunca ha tenido cerradura. No esperó invitación por parte de nadie y no tuvo nada de miedo. Era bien de mañana, aunque las gruesas cortinas no dejan penetrar del todo la luz. Mamá y papá dormían, cansados del trabajo nocturno de asustar. Marta pudo recorrerlo todo y fue feliz. 

Volvía todos los días a las ocho en punto. Yo la veía ponerse los viejos sombreros y los vestidos de las mujeres de carne y hueso que alguna vez vivieron aquí, saltar sobre los empolvados muebles en los que se sentaron personas de carne y hueso, hablar con los espejos que reflejaron alguna vez rostros de gente de carne y hueso, leer libros de la biblioteca que alguna vez ordenó alguien de carne y hueso, jugar con el tren de juguete que fue de algún niño de carne y hueso. Nunca me acerqué para no asustarla, pero le dejaba regados, por aquí y por allá, especialmente para su diversión: caleidoscopios, cajas de música, un abanico, varios dados y botones de colores, paraguas, un muñequito de cuerda y hasta unos bombones que encontré en una antigua bolsita y que Marta nunca quiso comer. 

Un día no volvió más. Se marchó muy lejos. Vendieron su casa y la convirtieron en una escuela que después fue un supermercado, luego una ferretería. Hace poco tumbaron la vieja construcción y ahora en ese lugar hay un estacionamiento. 

Pero hace seis días y cuatro horas Marta regresó. Me costó reconocerla. Estaba muy gorda y arrugada. Y se apoyaba en un bastón de caoba, pero seguía siendo negrísima como la noche sin luna llena. Miró micasa como si se la quisiera llevar con ella. Y se sentó en los muebles, se probó algunos viejos sombreros, se puso a hojear algunos libros y movió un rato el tren de madera. El tiempo tampoco pasó para ella, era la misma Marta niña. Quise acercarme, pero no me salió la voz para llamarla. 

Todo esto me pone triste. Es aburrido estar siempre solo, pero así tiene que ser. Mamá y papá dicen que es la única forma que tenemos de sobrevivir. Si aquí viene a vivir una familia con niños, perros y abuelita incluidos, vendrá con ello todo lo que nos amenaza: luz eléctrica, bombillos, lámparas, nevera, computadora, televisor, fósforos, linternas. Esa luminosidad que va acabando con los nuestros poco a poco, porque con la luz desaparecemos, la gente deja de tenernos miedo. 

Hace un siglo éramos dueños de la ciudad entera. Ya nuestro reinado acabó. Las noches están pobladas de postes de luz, autos con faros potentes, avisos luminosos, discotecas e incandescentes bombillos de colores. Ya prácticamente no nos queda sitio para ejercer nuestro oficio. Cada vez somos menos. Los pocos parientes que nos quedan están dispersos en tres o cuatro casas olvidadas por la ciudad. 

Por eso papá y mamá se preocupan por mi vocación. Quieren que aprenda bien el oficio que los nuestros han ejercido durante siglos. Tengo que aprender a meterle miedo a la gente, es la única forma que tengo para poder permanecer en casa. 

Yo les sugerí a mis padres una solución distinta. Les dije que podíamos ser amigables y llegar a un acuerdo con alguna gente simpática que no tenga un lugar donde vivir. Nosotros compartiríamos con ellos la casa con la condición de que no prendan luces de noche y nos dejen la oscuridad en paz para divertirnos. Papá y mamá no quieren oírme. Se miran preocupados. Mamá dice:

 —¡Ay! No sé qué haremos con nuestro hijo. Tiene doscientos trece años cumplidos y aún no se le ha despertado la vocación. No tiene instinto de fantasma. 
(Usó la palabra fantasma así completa, aunque sabe que a mí no me gusta). 

Mis padres son una cosa seria. Quieren que cuando sea grande me convierta en lo que ellos desean. No me preguntan mi opinión. Yo, por ejemplo, cuando sea grande quisiera ser: 

1.-Bombero: Para apagar el fuego. Su luminosidad me hace daño a los ojos.
2.-Astronauta: Para ir a Marte. Tal vez los marcianos no se asusten de mí. 
3.- Biólogo Marino: Para conocer el mar. Debe ser como un abuelo fantasma, enorme, sin ojos y sin bigotes. 

Pero ya sé que no me aceptarían en ninguna de estas profesiones. Seguramente si voy a inscribirme al Cuerpo de Bomberos, a la Universidad del Mar o a la NASA pasaría lo de siempre: la gente saldría corriendo al verme y gritarían como locos, así sean muy científicos. 

Y si supieran que no hacemos nada. Todo es pura leyenda. Tenemos la misión de asustar a la gente, pero es por sobrevivencia. Así como los perros ladran, la gente habla y los pájaros vuelan, de la misma forma nosotros asustamos, pero no nos comemos a nadie ni tampoco hacemos daño. Nuestra sola presencia causa impresión en las personas. 

Tal vez somos demasiado transparentes y, como el sol nos hace tanto daño, no podemos ir a la playa a broncearnos. 

Ahora miro por la ventana. Papá y mamá salieron a asustar en los pocos callejones oscuros y solitarios que quedan en la ciudad. Se van molestos, porque nunca quiero acompañarlos. —Así jamás aprenderás nuestras técnicas —reclamó papá antes de atravesar la puerta sin abrirla. 

Entonces pasan apenas minutos. Alguien entra. Es Marta otra vez, tan invisible como la noche y como yo. Tomo fuerzas porque esta vez sí voy a hablarle. 




Cuento inédito de Mireya Tabuas,, 1996 
Ilustraciones de Anitta Brett 2020



ACTIVIDADES PROPUESTAS

Ya leíste cuáles profesiones le gustan al fantasma. 

¿Qué te gustaría ser a ti cuando seas grande? 
Escribe el nombre de la profesión o el oficio que te guste (pueden ser varios) y dibújalo. 

¿Tú crees que Marta y el fantasma hablaron? 
Escribe la conversación que ellos tuvieron. 

¿Cuál es tu juego favorito? 
Describe de qué se trata para que lo conozca el fantasma. 



CUENTOS SIN CORONA Este es un proyecto sin fines de lucro que se propone la difusión online de literatura infantil y juvenil, para acompañar a los niños y adolescentes, y también a sus familias y escuelas, en tiempos de coronavirus. Cada historia estará apoyada de propuestas de actividades complementarias a la lectura. Textos e imágenes han sido donados por los autores para este proyecto exclusivamente. Contactos: Autora: mtabuas@gmail.com Ilustradora: anittabrett@gmail.com