Editorial: La mujer rota 2017
La casa larga
ana brett
En
los juegos solitarios construimos un mundo, no era difícil, la casa se prestaba
para eso, era extraña y nos ayudaba. La sala tenía el estilo de no se sabe qué,
paisajes de cascadas, lámparas egipcias, muebles blancos y paredes verde
botella. A mi madre todo se le quedaba roto en las manos, los floreros, los
utensilios de la cocina, quizás por eso decidió empapelar las paredes para
llenar la casa con algo.
La
vieja que vivía detrás vino a tocar la puerta. Nos dejó un paquete encima de la
mesa. “Para las niñitas”, le dijo a mi madre.
Era
una caja de cartón sostenida con una cuerdita de fique. Una caja ordinaria,
sucia. Viva por dentro. Algo tenía adentro. No eran gatos, se notaba. Unas greñas
salían por entre las alas de la caja. Greñas rubias.
Mamá
dejó la caja sobre la mesa. La olvidó allí. Estuvo toda la tarde con el sol
pegándole. No nos atrevimos a moverla. Qué podría salir de allí que pudiera
gustarnos.
La
hemos vigilado. Pero nos quedamos dormidas esperando que algo saliera de allí.
Nuestra vida tuvo que volver a la rutina, y nos fuimos por la merienda de la
tarde. El sol insistía en entrar a la casa, pero alcanzaba solo a alumbrar la
mitad de ella, igual atravesamos ese fondo negro para alcanzar a ver a la
anciana tendiendo sábanas en las cuerdas.
Nos
quedamos observando hasta que se nos acalambraron las piernas, hasta que se
metió el sol y se alargó la brisa. La brisa fría después de las seis. Con la
cámara de rollo le hicimos una foto a las sábanas colgadas de la vieja, luego a
la pared desteñida. Nadie tenía tiempo para pintarla. Nuestra madre llegaba a
casa muy tarde. Escuchábamos sus tacones por el garaje después de estacionar su
carro. No terminaba de sacárselos cuando ya caía muerta sobre la cama.
“Prepárense un pan”, nos decía. Le dejábamos uno sobre la mesa de noche y
amanecía ahí rodeado de mosquitos.
Pasábamos
horas contemplando la casa, las horas iban y venían. A ratos en la sala se
producían eventos. Los vestidos de mamá desfilaban por encima de las mesas. Cuando
la veíamos levantarse recogíamos todo para que no nos regañara. La vimos
tomarse un café en la mesa del comedor y tocar la caja con la yema de los
dedos. Luego subió las escaleras con su taza en la mano.
Prendimos
la luz de nuestra habitación, que ya se había puesto fría. No abrimos las
ventanas. Nos quedamos observando las hojas negras en el piso. Afuera el árbol
de mango. Afuera la brisa las batía. Era la luna la que pintaba tanta hoja en
el piso. Éramos nosotras las que dejábamos que se reprodujeran por las paredes
porque no nos gustaba cerrar las cortinas.
Nos
dormimos, pero no sabíamos con certeza, cuando tiempo llevábamos con la misma
ropa puesta. Las noches se nos volvieron muy largas. El azul de afuera parecía
infinito.
Sabíamos
que la caja había estado abajo desde hace bastante tiempo. Y no nos dejaba
dormir. Saber que algo podía salir de ella para buscarnos, algo subiría las
escaleras. Afuera las sábanas aún rebotaban con el viento frío, una luz encendida,
un pequeño bombillito que no te permitía cerrar los ojos.
Desarrollamos
un lenguaje propio. Nos mirábamos y hablábamos bajito, así nos entendíamos. No
era mi madre sino ella la que sacaba una pijama para ponérmela sobre la cama
con un par de medias. Encendió el televisor y nos metimos en la cama a ver algo
en la pantalla. Una vieja con un pato, hablando en inglés, presentó una
historia, a la cual entramos con gusto; un desfile de colores y gente bailando
en un patio de piso amarillo. En la siguiente escena los vimos aparecer, los
vestidos de mamá desfilaban en un fondo azul profundo, uno detrás del otro. Una
mujer empezó a vestirse con ellos mientras cantaba.
Recordamos
que esa tarde, habíamos colgado los vestidos en el árbol de mango y allí los olvidamos.
A esas horas tendrían frío. Nos asomamos por la ventana. Vimos las mangas
desesperadas pedir ayuda.
Bajamos
las escaleras. Pero el pasillo se alargaba, la distancia entre la puerta que
daba al jardín y nosotros se hacía eterna. Mi corazón saltaba. Si abríamos la
puerta qué podía entrar a la casa. No se podía pensar que en el patio vivieran
monstruos, en el patio solo vivían los árboles de fruta y los chécheres.
¿Qué
le pasará a la casa si nos vamos?
***
Qué
podría haber descifrado yo de esa infancia. Ahora nos hemos encontrado
llamándonos por teléfono, preguntándonos, ¿también tú soñaste con la casa hoy?
Aunque hayamos tenido otras casas, aunque ya no estamos cerca la una de la
otra, la casa sigue siendo la casa. Hace 10 años la vimos por última vez y se
veía pequeñita, mínima, quebrada, metida en un barrio irreconocible.
Nunca
le he preguntado si su infancia fue la misma que la mía. Las cosas han caminado
con percepciones distintas, como si nunca hubiésemos compartido la misma
habitación, ni el mismo recuerdo.
¾ Hola te llamo porque tuve un sueño
anoche. Estábamos tú y yo viendo una película en la casa¾. Le dije a Clara.
¾ Y bajamos las escaleras a buscar los
vestidos de mamá¾. Completó ella.
¾ ¿Entonces viste como el pasillo nos
tragaba?
¾ Lo que yo vi es que bajaste las
escaleras, te fuiste a abrir la bendita caja sobre la mesa, y sacaste de allí
todas las muñecas que me rompiste cuando éramos niñas. Y que abuela remendó
bruscamente, ¿te acuerdas que nos daba miedo como quedaron?
¾ ¿Me perdonas por eso? Pero esa parte
no la recuerdo.
Bonus*
Fotos del día de la presentación. En un bar de karaoke.
Con todas las autoras.