C U E N T O S S I N C O R O N A
A U T O R A : M I R E Y A T A B U A S
I L U S T R A D O R A : A N I T T A B R E T T
Invisibles
Papá quiere que cuando sea mayor siga la tradición
de la familia.
Yo no puedo. En verdad no tengo vocación para
este asunto.
Es de noche. Mamá y papá han salido a cumplir su
trabajo en los callejones más oscuros. Antes no tenían
necesidad de ausentarse de la casa. Hasta aquí mismo
llegaban sus “víctimas”
, como ellos las llaman. Después
la fama de mamá y papá se extendió por toda la
ciudad. Ya nadie quería venir a visitar la casa que
habitamos. Mucho menos vivir en ella con tres
fantasmas.
Juro que no vuelvo a repetir esa palabra: fantasma. No quiero ser así.
A veces pasan grupos de jóvenes, muy alegres.
Gritan y hacen morisquetas. De repente alguien muy
osado (como ese tal Rodríguez, ese otro Sánchez,
aquella tal Núñez) se monta en el muro con la
intención de penetrar en nuestro mundo. He notado
que quien lo hace (sea Rodríguez, Sánchez, Núñez o
cualquier otro u otra) siempre tiene la misma
intención: impresionar a alguien que se queda
esperándolo afuera con miedo y admiración. Pero la
osadía dura pocos segundos. Papá y mamá se
encargan de que el valiente salga pálido y aterrado,
como si hubiera visto al mismísimo diablo en persona.
Yo observo la escena con tristeza. ¡Estoy tan solo!
Me encantaría que un día alguno de esos muchachos
venciera todos su temores y entrara a hablar conmigo
¡Hay tantas cosas que quisiera saber sobre su mundo,
sobre cómo montan patineta, sobre cómo se siente
en las piernas un pantalón bluyín, sobre cómo se
amarran las cuerdas de los zapatos deportivos!
Yo siempre he vivido entre estas cuatro paredes. Es
verdad que me sé de memoria cada rincón de la casa.
Descubrí sus sótanos y mazmorras, su ático
lleno de polvo y sus pasadizos secretos. Pero ya
conozco bien todos los baúles, túneles, cajones y
madrigueras. Hasta desenterré un tesoro lleno de
morocotas y papeles amarillentos. Y estoy realmente
aburrido de mis amigos ratones (espero que no me
escuchen). ¿Qué se puede hacer con un ratón sino
jugar al gato y al ratón? Y yo no soy gato ni tengo
vocación de gato. A mí eso de perseguirlos todo el día
me parece un poco tonto. Preferiría conversar con
alguien sobre los amaneceres. Porque yo nunca
he visto un amanecer ni sé lo que es. Pero de esos
temas no saben los ratones. Ellos solo conocen quesos
y ratoneras.
Esta es una casa muy vieja. No recuerdo desde
cuando se convirtió en nuestro hogar. Papá y mamá
insisten en que me pertenece. Soy el único
heredero. Por eso debo protegerla. Y para poder
hacerlo debo aprender bien el oficio que ha
practicado nuestra familia por generaciones. Tengo
mucho miedo de la responsabilidad que me toca.
Menos mal que debo asumirla cuando sea mayor de
edad. Es decir, dentro de doscientos cincuenta y
siete años.
¡Llevamos tanto tiempo en esta casa y yo no he
crecido aún! Desde la ventana de mi cuarto he visto
cómo los niños que tenían mi edad cuando llegamos
aquí por primera vez se convirtieron en hombres. Se
casaron. Tuvieron hijos. Sus hijos también crecieron,
se casaron y nacieron nuevos niños. Pero la mayoría
ya no vive aquí, ha vendido sus casas y en lugar de
éstas ahora hay grandes construcciones: edificios,
torres de oficinas, tiendas. La calle que era de tierra,
después fue de piedra y ahora es una gran avenida
con semáforos, carritos de perrocalientes y
autobuses llenos de humo y ruido. Solo la casa,
papá, mamá y yo permanecemos intactos, como si
nuestro tiempo, nuestras horas y minutos fueran
diferentes y más largos que los del resto del mundo.
También Marta se fue un día. ¿Aún no he hablado
de Marta? Era una niña tan negra, tan negra que en la
oscuridad era transparente, así que un poco se
parecía a mí que soy transparente. Marta vivía en la
casa de al lado y un día entró aquí por la puerta de
atrás, que nunca ha tenido cerradura. No esperó
invitación por parte de nadie y no tuvo nada de
miedo. Era bien de mañana, aunque las gruesas
cortinas no dejan penetrar del todo la luz. Mamá y
papá dormían, cansados del trabajo nocturno de
asustar. Marta pudo recorrerlo todo y fue feliz.
Volvía todos los días a las ocho en punto. Yo la veía
ponerse los viejos sombreros y los vestidos de las
mujeres de carne y hueso que alguna vez vivieron
aquí, saltar sobre los empolvados muebles en los que
se sentaron personas de carne y hueso, hablar con los
espejos que reflejaron alguna vez rostros de gente de
carne y hueso, leer libros de la biblioteca que alguna
vez ordenó alguien de carne y hueso, jugar con el tren
de juguete que fue de algún niño de carne y hueso.
Nunca me acerqué para no asustarla, pero le dejaba
regados, por aquí y por allá, especialmente para su
diversión: caleidoscopios, cajas de música, un abanico,
varios dados y botones de colores, paraguas, un
muñequito de cuerda y hasta unos bombones que
encontré en una antigua bolsita y que Marta nunca
quiso comer.
Un día no volvió más. Se marchó muy lejos.
Vendieron su casa y la convirtieron en una escuela que
después fue un supermercado, luego una ferretería.
Hace poco tumbaron la vieja construcción y ahora en
ese lugar hay un estacionamiento.
Pero hace seis días y cuatro horas Marta regresó.
Me costó reconocerla. Estaba muy gorda y arrugada.
Y se apoyaba en un bastón de caoba, pero seguía
siendo negrísima como la noche sin luna llena. Miró
micasa como si se la quisiera llevar con ella. Y se sentó
en los muebles, se probó algunos viejos sombreros,
se puso a hojear algunos libros y movió un rato el
tren de madera. El tiempo tampoco pasó para ella,
era la misma Marta niña. Quise acercarme, pero no
me salió la voz para llamarla.
Todo esto me pone triste. Es aburrido estar
siempre solo, pero así tiene que ser. Mamá y papá
dicen que es la única forma que tenemos de
sobrevivir. Si aquí viene a vivir una familia con niños,
perros y abuelita incluidos, vendrá con ello todo lo
que nos amenaza: luz eléctrica, bombillos, lámparas,
nevera, computadora, televisor, fósforos, linternas.
Esa luminosidad que va acabando con los nuestros
poco a poco, porque con la luz desaparecemos, la
gente deja de tenernos miedo.
Hace un siglo éramos dueños de la ciudad
entera. Ya nuestro reinado acabó. Las noches están
pobladas de postes de luz, autos con faros potentes,
avisos luminosos, discotecas e incandescentes
bombillos de colores. Ya prácticamente no nos
queda sitio para ejercer nuestro oficio. Cada vez
somos menos. Los pocos parientes que nos quedan
están dispersos en tres o cuatro casas olvidadas por
la ciudad.
Por eso papá y mamá se preocupan por mi
vocación. Quieren que aprenda bien el oficio que los
nuestros han ejercido durante siglos. Tengo que
aprender a meterle miedo a la gente, es la única
forma que tengo para poder permanecer en casa.
Yo les sugerí a mis padres una solución distinta.
Les dije que podíamos ser amigables y llegar a un
acuerdo con alguna gente simpática que no tenga un
lugar donde vivir. Nosotros compartiríamos con ellos
la casa con la condición de que no prendan luces de
noche y nos dejen la oscuridad en paz para
divertirnos. Papá y mamá no quieren oírme. Se miran
preocupados. Mamá dice:
—¡Ay! No sé qué haremos con nuestro hijo. Tiene
doscientos trece años cumplidos y aún no se le ha
despertado la vocación. No tiene instinto de fantasma.
(Usó la palabra fantasma así completa, aunque sabe
que a mí no me gusta).
Mis padres son una cosa seria. Quieren que
cuando sea grande me convierta en lo que ellos
desean. No me preguntan mi opinión. Yo, por
ejemplo, cuando sea grande quisiera ser:
1.-Bombero: Para apagar el fuego. Su luminosidad
me hace daño a los ojos.
2.-Astronauta: Para ir a Marte. Tal vez los
marcianos no se asusten de mí.
3.- Biólogo Marino: Para conocer el mar. Debe ser
como un abuelo fantasma, enorme, sin ojos y sin
bigotes.
Pero ya sé que no me aceptarían en ninguna de
estas profesiones. Seguramente si voy a inscribirme
al Cuerpo de Bomberos, a la Universidad del Mar o a
la NASA pasaría lo de siempre: la gente saldría
corriendo al verme y gritarían como locos, así sean
muy científicos.
Y si supieran que no hacemos nada. Todo es
pura leyenda. Tenemos la misión de asustar a la
gente, pero es por sobrevivencia. Así como los
perros ladran, la gente habla y los pájaros vuelan, de
la misma forma nosotros asustamos, pero no nos
comemos a nadie ni tampoco hacemos daño.
Nuestra sola presencia causa impresión en las
personas.
Tal vez somos demasiado transparentes y, como
el sol nos hace tanto daño, no podemos ir a la playa
a broncearnos.
Ahora miro por la ventana. Papá y mamá
salieron a asustar en los pocos callejones oscuros y
solitarios que quedan en la ciudad. Se van molestos,
porque nunca quiero acompañarlos.
—Así jamás aprenderás nuestras técnicas —reclamó
papá antes de atravesar la puerta sin abrirla.
Entonces pasan apenas minutos. Alguien entra. Es
Marta otra vez, tan invisible como la noche y como yo.
Tomo fuerzas porque esta vez sí voy a hablarle.
Cuento inédito de Mireya Tabuas,, 1996
Ilustraciones de Anitta Brett 2020
ACTIVIDADES PROPUESTAS
Ya leíste cuáles profesiones le gustan al fantasma.
¿Qué te gustaría ser a ti cuando seas grande?
Escribe el nombre de la profesión o el oficio que
te guste (pueden ser varios) y dibújalo.
¿Tú crees que Marta y el fantasma hablaron?
Escribe la conversación que ellos tuvieron.
¿Cuál es tu juego favorito?
Describe de qué se
trata para que lo conozca el fantasma.
CUENTOS SIN CORONA
Este es un proyecto sin fines de lucro que se
propone la difusión online de literatura infantil y
juvenil, para acompañar a los niños y adolescentes, y
también a sus familias y escuelas, en tiempos de
coronavirus.
Cada historia estará apoyada de propuestas de
actividades complementarias a la lectura.
Textos e imágenes han sido donados por los autores
para este proyecto exclusivamente.
Contactos:
Autora: mtabuas@gmail.com
Ilustradora: anittabrett@gmail.com